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domingo, 6 de noviembre de 2011

Guardavias de Charles Dickens

1. El Guardavias.



-¡Hola, el de ahí abajo! Cuando escuchó una voz que le llamaba de esa manera estaba de pie en la puerta de la caseta, con una bandera en la mano enrollada alrededor de un palo corto. Teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, cualquiera hubiera pensado que no podía dudar con respecto al lugar del que procedía la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, donde estaba yo, de pie sobre un empinado desmonte situado justo encima de su cabeza, se dio la vuelta y miró hacia la vía.
 Había algo especial en la forma en que lo hizo, aunque yo no pudiera captar de qué se trataba exactamente.
 Lo que sí sé es que fue lo bastante notable como para llamar mi atención, a pesar de que su figura, situada abajo, en la profunda zanja, se encontraba un tanto lejana y ensombrecida, y yo me hallaba muy por encima de él, tan de cara al resplandor de un furioso ocaso que tuve que protegerme los ojos con la mano antes de poder verlo. -¡Hola, ahí abajo! Él seguía mirando la vía, pero volvió a darse la vuelta y, al levantar la vista, me vio allí arriba. -¿Hay algún camino por el que pueda bajar para hablar con usted? 
Miró hacia arriba sin responder y yo le contemplé sin querer presionarle repitiendo mi tonta pregunta.
  En ese preciso momento se produjo una vaga vibración en la tierra y el aire, que se convirtió rápidamente en una pulsación violenta y en una embestida que me obligó a retroceder para no caer abajo. 
Cuando se deshizo el vapor que se había elevado hasta mi altura desde el tren que pasó velozmente, y empezó a desvanecerse en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y pude verle enrollar en el Palo la bandera que había extendido durante el paso del tren. 
Repetí la pregunta. 
Tras una pausa durante la cual pareció contemplarme con gran atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unos doscientos o trescientos metros de distancia. -¡Entendido! -le grité dirigiéndome hacia ese lugar. 
Allí, a fuerza de examinar cuidadosamente la zona, encontré un tosco camino que descendía en zigzag, en el que habían excavado una especie de escalones, y bajé por él.
 La zanja era extremadamente profunda e inusualmente inclinada. 
Había sido excavada en una piedra viscosa que s e iba volviendo más rezumante y húmeda conforme bajaba. 
Por ese motivo el camino se me hizo lo bastante largo para recordar la sensación singular de desgana y obligación con la que me había indicado donde estaba.

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