1. David Copperfield.
Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me
reemplazará, lo dirán estas páginas.
Para empezar mi historia desde el
principio, diré que nací (según me han dicho y yo lo creo) un viernes a las
doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a sonar y yo a
gritar simultáneamente.
Teniendo en cuenta el día y la hora de nacimiento, la
enfermera y algunas comadronas del barrio (que tenían puesto un interés vital
en mí bastantes meses antes de que pudiéramos conocernos personalmente)
declararon: primero, que estaba predestinado a ser desgraciado en esta vida, y
segundo, que gozaría del privilegio de ver fantasmas y espíritus.
Según ellas,
estos dones eran inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de otro)
que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche.
No hablaré ahora
de la primera de las predicciones, pues esta historia demostrará si es cierta o
falsa.
Respecto a la segunda, sólo haré constar que, a no ser que tuviera este
don en mi primera infancia, todavía lo estoy esperando.
Y no es que me queje
por haber sido defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por
equivocación, le agradeceré que lo conserve a su lado.
Nací envuelto en una membrana
que se trató de vender, anunciándola en los periódicos, al módico precio de
quince guineas.
No sé si los marineros en aquella época tendrían poco dinero o
si lo que tenían era poca fe y preferían cinturones de corcho; lo que sí sé es
que sólo se presentó un comprador, comerciante, que ofrecía por ella dos libras
en plata y el resto en jerez, negándose a pagar ni un céntimo más por la
seguridad de no morir ahogado.
Como la adquisición de los vinos no interesaba a
mi pobre madre, pues acababa de vender los suyos, desistió de la venta, después
de retirar los anuncios, que tuvo que pagar.
Diez años más tarde mi membrana
fue sacada a sorteo en nuestra aldea, al precio de media corona la papeleta y
con la condición de que el agraciado con ella pagaría además cinco chelines.
Yo
estuve presente en el sorteo, y recuerdo que me sentía humillado y confuso de
que dispusieran así de una parte de mi persona.
Le tocó a una señora que
llevaba un gran bolso de mano, del que sacó de muy mala gana los estipulados
cinco chelines, todos en medios peniques, y además dio un penique de menos, no
sirviendo de nada el tiempo que se perdió en explicaciones y demostraciones
aritméticas, pues no lograron convencerla de ello.
Y es un hecho, que todos
recuerdan como sorprendente, que la señora no murió ahogada, sino triunfalmente
en su lecho a los noventa y dos años de edad.
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